Enrique del Rivero 28 de agosto, 2020 · 3 minutos
Los reyes, príncipes e infantes de la Castilla medieval tuvieron bastante suerte con los matrimonios de conveniencia pactados entre las distintas casas reales europeas. Si a Fernando III le tocó la lotería con la germana princesa Beatriz, a su hijo, el infante Felipe, hermano del rey Alfonso X, tampoco le fue mal con el regalo dorado de la princesa Kristina de Noruega.
La historia que vamos a contar posee todos los ingredientes de una leyenda medieval, pero sus protagonistas fueron de carne y hueso. Todo comenzó hace más de 750 años, a mediados del siglo XIII, cuando una rubia y bella —las crónicas de la época confirman estos supuestos— princesa noruega, Kristina Haakonson, hija del rey Haakon IV el Viejo, abandonó su patria vikinga para viajar hasta la lejana Castilla. Su destino era casarse con uno de los hermanos del rey Alfonso X el Sabio y así reforzar las estratégicas alianzas de estos dos alejados reinos europeos.
Tras el largo y dificultoso periplo que la llevó a cruzar el continente de punta a punta, la princesa Kristina entró en Castilla en la Navidad de 1257. En Burgos estuvo hospedada en el monasterio de Las Huelgas Reales, del que era abadesa una tía de su futuro esposo, y se maravilló con la catedral gótica que se estaba levantando en esos años gracias, entre otros, a los reyes Fernando III y Beatriz de Suabia, padres del futuro esposo de la princesa.
Pocos días después y ya en Valladolid, fue presentada a la familia real castellana. El rey Alfonso tuvo un gesto galante con la joven princesa y dejó que fuese ella la que eligiera marido entre sus tres hermanos casaderos. El afortunado fue el infante Felipe, que ante la esbelta figura de la joven noruega, embellecida por largos cabellos blondos, profundos ojos garzos y una suave, apetecible y nívea piel, no dudó ni un solo instante en renunciar a su prometedora carrera eclesiástica y a su futuro como arzobispo de Sevilla.
Eso sí, la pareja de recién casados se trasladó a vivir a la ciudad ribereña del Guadalquivir, que acababa de ser conquistada por los cristianos y aún mantenía intacto su exótico aire de urbe musulmana. Pero a pesar de gozar de un luminoso clima, residir en el suntuoso palacio dejado por el emir y gozar de paradisiacos jardines, la princesa estaba triste. Kristina enfermó de melancolía, quizá añorando su lejana y fría tierra natal, y murió a los cuatro años de su llegada y sin dejar descendencia. Su última voluntad fue la de construir un templo en honor de San Olav, patrón de los noruegos.
El deseo de la princesa estuvo a punto de olvidarse para siempre, pero más de siete siglos después, en el otoño de 2011, se inauguró una capilla bajo la advocación del santo nórdico, en las inmediaciones de Covarrubias. La elección del lugar no fue casual ya que Kristina de Noruega está enterrada en esta villa burgalesa, en concreto en la colegiata de la que había sido abad su marido, el infante Felipe.
Como vemos la emotiva historia de esta triste y bella princesa medieval, sus contemporáneos la llamaron el regalo dorado, justifica que en el corazón de Castilla se alce un monumento en homenaje a un santo de la lejana Noruega. San Olav, que fue rey de los vikingos en el siglo XI, es muy venerado por sus compatriotas que suelen peregrinar para visitar su tumba en la catedral de Nidaros, en Trondheim. Pero esto es otra historia que contaremos algún día no muy lejano.