Enrique del Rivero 21 de julio, 2020 · 4 minutos
En la luminosa mañana del 20 de julio de 1221, la banda sonora la ponían los agudos chillidos de los miles de vencejos que sobrevolaban, en vertiginosos y veloces círculos, los cielos burgaleses. Toda la ciudad se había reunido en torno a la antigua catedral románica para presenciar un acontecimiento único: la colocación de la primera piedra de un nuevo templo. En los corrillos de los que esperaban la llegada de la comitiva oficial, encabezada por el rey Fernando y el obispo Mauricio, corría el rumor de que la catedral que se iba a levantar en Burgos estaría entre las más grandiosas de la cristiandad.
Según los testimonios recogidos por los cronistas de la época, la presencia de los jóvenes monarcas castellanos —él 20 años y ella 16—, eclipsaba a todos los demás miembros del cortejo que desfilaba hacia el lugar elegido para cumplir con la preceptiva ceremonia litúrgica.
La belleza de la reina Beatriz era deslumbrante. Su origen germánico se manifestaba en un elegante porte —en el que destacaban sus largas piernas— el tono de su piel y una cabellera rubia que asomaba bajo un trenzado copete a la última moda. Pero a lo que nadie podía resistirse, era a una penetrante mirada azul que reflejaba en sus pupilas toda la intensidad del veraniego cielo burgalés.
El rey Fernando tampoco se quedaba atrás ya que en la corte se comentaba que había heredado todo el atractivo, sobre todo el famoso pelo blondo (entre rojizo y rubio), de su tío abuelo, el rey inglés Ricardo Corazón de León.
Coronado para la ocasión, luciendo con orgullo los emblemas de Castilla y acompañado de su habitual séquito de cortesanos, escoltas y servidores, el rey fue recibido por el obispo Mauricio y el Cabildo Catedral al completo. Tras la bienvenida y la bendición a los numerosos fieles asistentes, el prelado investido con las prendas de su dignidad —alba, estola y capa pluvial blancos—, tocado con la mitra y portando el báculo pastoral dio comienzo al correspondiente rito litúrgico.
Lo primero de todo fue una solemne procesión, encabezada por el crucífero con la muy antigua cruz procesional de la diócesis y dos ministros con los ciriales. Lo habitual hubiese sido recorrer todo el perímetro del futuro templo, pero como dentro del mismo estaba incluida la antigua catedral, solo se pudo marcar para la ocasión, con zanjas excavadas sobre el terreno que ya mostraban parte de los cimientos, la planta de la cabecera y el crucero.
El momento culminante llegó al situarse la comitiva junto al lugar elegido para colocar la primera piedra, justo al lado de uno de los tres ábsides, en concreto el de la nave de la Epístola, de la cabecera de la vieja catedral. Bajo el repique de todas las campanas de la ciudad, el redoble de los tambores reales y el agudo sonido de los clarines del concejo, dieron un paso al frente el rey y el obispo, que con un gesto invitó también a unirse a ellos al maestro de obras del templo y al canónigo fabriquero (como todavía no existía la fotografía, la escena se plasmó en piedra y aún se puede contemplar en uno de los machones del actual claustro catedralicio).
Don Mauricio roció de agua bendita e incensó el bien labrado sillar de piedra procedente de las canteras de buena caliza de Fontoria de Suso (Hontoria de la Cantera) y Cobiel (Cubillo del Campo), situadas a unas tres leguas de Burgos. Con un peso de 22 arrobas y de un blanco inmaculado en una de sus caras llevaba grabada la siguiente inscripción: SUPER HANC PETRAM AEDIFICABO ECCLESIAM MEAN (Sobre esta piedra edificaré mi iglesia).
La bendecida piedra se colocó en el lugar sobre el que en la actualidad se alza uno de los cuatro enormes pilares —exactamente el más pegado al coro según se entra por la puerta del Sarmental— que sustentan el cimborrio que culmina el crucero.
Antes de finalizar el acto y mientras el obispo se dirigía a clavar una cruz de madera sobre el lugar del futuro altar mayor de la nueva catedral, los testigos cuentan que, en un aparte y en un sentido gesto que denotaba la complicidad entre los dos enamorados monarcas, Fernando le dijo a Beatriz: —ves como el rey de Castilla siempre cumple su palabra y te va a construir la mejor y la más grande catedral del mundo.
Era la manera de consumar la promesa que tuvo que hacer a la reina durante su noche de bodas en el intento de suavizar su enfado ante el escaso aforo de la catedral románica y la incomodidad de los distinguidos invitados que habían asistido al enlace real celebrado unos meses antes.